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Caraballo, el campeón sin corona

Caraballo, el campeón sin corona

Fue el primer boxeador colombiano


que disputó un título mundial
y el más adorado por la gente.
No fue el mejor pero sí el único
que se diferenció del resto,
por su estilo en el ring y fuera de él.


Por: Alberto Salcedo Ramos

Mientras señala con el dedo una foto suya en la que aparece mostrando la lengua, Bernardo Caraballo dice que lo peor no es perder en el ring sino ser ignorado en la calle.
Caraballo repasa con placer cada página del álbum, mientras evoca en voz alta ciertos detalles, como las fechas y los lugares. En las fotos donde no está peleando, luce pintas estrafalarias o fanfarronea frente a la cámara. El personaje que se nos revela entonces es ajeno al estereotipo del boxeador y en cambio parece una insólita mezcla de guitarrista de rock con cantante de guaracha: lleva pantalones de satín, zapatos de dos tonos, camisas de colorinches y sombrero de Yarey.
De repente se detiene en una fotografía que le tomaron en el Palacio de Nariño, durante la ceremonia en la cual fue condecorado y pensionado junto a un montón de viejas glorias del deporte. Lo acompañan, entre otros, el presidente Ernesto Samper, el ciclista Cochise Rodríguez y el atleta Víctor Mora. Casi todos están tiesos dentro de sus trajes oscuros, alineados por el protocolo como si fueran los músicos de una banda marcial en trance de velorio. Sólo Caraballo, fiel a su costumbre, se aparta de la uniformidad: tiene un vestido amarillento que chilla a leguas, una corbata que encandila y el infaltable sombrero de guarachero otoñal.
“Sombreros de esos”, advierte con orgullo, “tengo tres”.
Ahora, mientras se da sonoros golpes de pecho con el puño izquierdo, Caraballo pronuncia una frase que es el principio y el fin de su credo: “que hablen de uno bien o mal, pero que hablen”.
Quienes lo conocieron a fondo en su época de boxeador, saben que para él la verdadera derrota no era que le arrancaran la cabeza con un recto de derecha sino que lo olvidaran. Podía resistir la superioridad de un rival pero no la apatía del público. Por eso convertía cada combate suyo en un espectáculo del que resultaba obligatorio hablar en todas partes. En vísperas de la contienda, vociferaba en los parques y en el mercado. Si veía a más de tres personas juntas, gritaba su propio nombre sin ruborizarse. Así, los amigos y los enemigos se encargaban de repetirlo de día y de noche, hasta que no quedaba ningún indiferente. Caraballo supo, muchísimo antes de que Muhamad Alí lo proclamara, que la gente no soporta a los charlatanes pero siempre los escucha.
El día de la pelea subía al ring vestido de la manera más extravagante. Usaba pantalonetas de lentejuelas y zapatillas de combinaciones inverosímiles, como vinotinto con naranja y verde biche con azul eléctrico. A menudo lucía una boina de cuero de babilla con un sapo vivo encima. Además se ponía seis batas, de las cuales se iba despojando en el centro del cuadrilátero. “La última que se quitaba”, dice el periodista Raúl Porto Cabrales, “era una de piel de tigre que compró en Los Ángeles por 150 dólares”.
La atracción que generaba Caraballo no dependía exclusivamente de su indumentaria ni de su personalidad. La gente adoraba el preciosismo de su estilo y su despliegue físico, en especial esa manera de bailotear en la punta de los pies como si estuviera a punto de levitar. No era el boxeador que le fracturaba tres costillas y le volaba cinco dientes al otro, sino más bien un virtuoso del engaño. Con la mandíbula por delante y las manos a la altura de la cintura, se veía como un blanco fácil y, sin embargo, nunca estaba en el lugar por donde pasaba zumbando la trompada que lo mataría.
“Ese tipo era intocable”, dice el ex boxeador Julio Peñalver. Alfonso Pérez, ganador de una medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Munich, cuenta que la primera vez que se enfrentó con Caraballo se sintió tan impotente porque no podía pegarle, que pensó en la posibilidad de abandonar la pelea. Eso sí: primero le lanzaría un escupitajo en la cara, a ver si también era capaz de esquivarlo el muy infeliz.
Zunilda Contreras, la esposa de Caraballo, se aparece de pronto en la sala y le entrega la famosa bata de cuero de tigre. Él sonríe, la examina, la huele. Luego se levanta de la mecedora y se la pone. De la bata lustrosa que antes le caía a los tobillos no queda sino una especie de camisa arrugada que apenas le llega a la cintura. Entonces, Caraballo da unos pasos y se ubica frente al espejo.
“Yo fui resbaloso desde el principio”, dice, sin dejar de contemplar su propia imagen. “Me agachaba así,fuaazzz, y la mano pasaba de largo sin rozarme”.
Mientras evoca su propio estilo, mueve la cintura con su típico garbo de bailador de cumbiamba. Un paso a la izquierda, otro a la derecha y el cuello como un péndulo de lado a lado. Ahora se retira un poco del espejo para tirar puñetazos. En el aire, sus brazos parecen jabalinas que de repente se transforman en relámpagos. Uno, dos, uno, dos. Luego se agacha y es como si volviera a esquivar de nuevo todos los golpes que le lanzaron en el ring.
El 27 de noviembre de 1964 Caraballo se convirtió en el primer boxeador colombiano que disputó un título mundial. En la histórica pelea, celebrada en Bogotá, el brasileño Éder Jofre lo destrozó en ocho asaltos. Existe una leyenda negra alrededor de esa derrota. Se rumora que Caraballo pasó los tres días previos encerrado en una casa de prostitutas. Él dice que el problema fue que no dio el peso y dos horas antes de subir al ring fue obligado por los empresarios que montaron el espectáculo a enfundarse en bolsas plásticas y escalar varias veces el Cerro de Monserrate.
El cuatro de julio de 1967 volvió a pelear por la corona del peso gallo, esta vez en Tokio frente al púgil local Masaiko Harada. Entre los 25 mil asistentes al coliseo, dice Caraballo, sólo cuatro querían que él ganara: Zunilda, su esposa; Sócrates Cruz, su entrenador, el embajador de Colombia en Japón, cuyo nombre ha olvidado, y, por supuesto, él mismo.
“Pero no sentí ni una pizca de miedo”, dice ahora, después de quitarse la bata de cuero de tigre y devolvérsela a su mujer. Mientras en Tokio eran las siete de la noche, en Cartagena eran las cinco de la madrugada. El periodista Nelson Aquiles Arrieta recuerda que cerca de cien personas se fueron para la sede del Diario de la Costa. Allí acompañaron al ídolo a través de la información de los teletipos, retrasada media hora en relación con el tiempo real del combate. Caraballo perdió, finalmente, por decisión dividida. También esta derrota tiene su leyenda: se dice que fue uno de los robos más asquerosos de la historia del deporte.
Caraballo peleó en más de 20 países contra los mejores boxeadores de su peso. Si no ganó nunca el título fue porque en su época sólo había dos entidades que regulaban la actividad y cada uno de los diez púgiles escalafonados era un verdadero campeón en potencia. “En cambio ahora”, bromea con gracia el entrenador Eusebio García, “tú compras un gajo de plátanos y te regalan un teléfono celular y una corona mundial de boxeo”.
La noche del primero de enero de 1942 la bailadora Santos Rodríguez se encontraba gozando un fandango en las playas de Bocachica. Descalza y portando un mazo de velas prendidas, la mujer se arrimó al festejo. Y no hubo poder humano ni divino que la convenciera de lo imprudente que resultaba meterse en aquella babel de candela y de ruido con su embarazo de nueve meses.
Los dolores la sorprendieron en una de las vueltas del carrusel festivo, pero sus amigos alcanzaron a trasladarla hasta la casa. Por puro milagro, dice Caraballo, no lo parieron en mitad de la cumbiamba. Él cree que el estilo que lo inmortalizó como boxeador le vino desde la cuna. Exagerado o no, lo cierto es que cuando empezaba a moverse por el ring parecía desatar todos los tambores de sus ancestros.
Bocachica es una de las islas de la Bahía de Cartagena y está ubicada a una hora de la ciudad en lancha con motor fuera de borda. Allí vivió Caraballo casi toda su infancia, compartiendo tres habitaciones con sus padres y con sus ocho hermanos. De noche pescaba en un bote de madera y de día se sumergía en el mar para capturar con los dientes las monedas que los turistas les arrojaban a los niños nativos.
“Algunas noches nos acostábamos sin comer”, dice. “Pasábamos hasta tres años sin estrenar zapatos y con una sola camisa”.
Zunilda, que nunca se desprende de su lado, dice entonces que la maña de comprar ropas sicodélicas le nació a Bernardo como un desquite contra su infancia tan pobre. Ahora están sentados a las puertas de su casa en el barrio Torices de Cartagena. Atraídos por las historias, varios vecinos han invadido la terraza. Un muchacho que viene caminando por la calle con un par de guantes de boxeo colgados en el cuello, se acerca para saludar a Caraballo y presentarle sus respetos.
“Mira, Bernardo”, grita la señora del frente, “dile al periodista que la calle de nosotros es la única del barrio que no está pavimentada”. Caraballo señala un barrizal donde, según informa, se atascan los carros en épocas de lluvias. Después retoma el tema de su infancia.
A los diez años se lo llevaron sus padres para Cartagena. La familia se estableció en Chambacú, un arrabal ubicado en la periferia del sector colonial, descrito por el escritor Manuel Zapata Olivella como “corral de negros”. Allí también reinaba el hambre, pero la gente, a diferencia de la de Bocachica, no se sentaba a esperar que cayera del cielo un turista lanzando monedas, sino que salía desde temprano a procurarse el sustento, a las buenas o a las malas.
Chambacú le impuso un nuevo rumbo a Caraballo. Le dejó el sol pero le alejó el mar. Le cambió el paisaje de bolsillo que tenía en Bocachica por un mundo ajeno y ancho que no le cabía en el ojo ni en la memoria. Lo obligó a despabilarse para conservar el pellejo. En las esquinas del barrio nadie recibía la contraseña de hombre si no era capaz de ganarse el respeto con un buen par de puñetazos. Cuando dos chicos discutían siempre había un tercero que pintaba una raya en el suelo. “El que pise aquí”, sentenciaba, “le mienta madre al otro”. Y en seguida, claro, se armaba la pelotera del siglo.
Caraballo descubrió muy pronto que aquella Cartagena racista y excluyente de mediados del Siglo XX sólo tenía dos opciones dignas para los muchachos negros y pobres como él: lustrar zapatos y pelear en el ring. Al comienzo se ganó la vida como embolador, pero a los 17 años botó los cepillos y los betunes para atender el mandato de la sangre. Aquello fue su liberación y el principio de la idolatría. Lo demás es historia.
A 50 metros de donde lo esperan sus amigos – pensionados, como él, de la empresa Puertos de Colombia – Caraballo pega tremendo grito:
-- ¡Ahora, con la Ley Cuarta, yo voy a cobrar un montón de billete! Así que voy a tener para prestarles a todos ustedes.
La escena transcurre en el centro de Cartagena, en un sanedrín de la habladuría callejera conocido con el nombre de Palito de Caucho. Varios transeúntes que escucharon el alarido se ríen de su desenfado y se detienen para mirar a Caraballo. Él lo sabe pero actúa como si no se diera cuenta.
Uno de los pensionados quiere saber – y lo pregunta en tono de chanza -- porqué el Caraballo de hoy sólo usa ropas serias y de colores sobrios. Caraballo le responde que antes, cuando Cartagena era una ciudad que vivía de luto, valía la pena ponerse encima cuanto trapo raro se encontraba en sus viajes por el mundo, para diferenciarse de los demás. El pensionado lo interrumpe con una frase burlona: “marica, esa es la vejez”. Pero Caraballo, tal y como lo hacía en sus tiempos de boxeador, esquiva el golpe con un movimiento de cintura y conecta un gancho de izquierda a la barbilla:
“¡Nombeeeeee, es que ahora la moda se volvió fue un carnaval”, exclama, haciendo un gesto teatral. “Mira tú a los bailadores de champeta, a los vendedores de gafas en las playas, a los tipos que ayudan a acomodar los carros en los parqueaderos. ¡Todo el mundo anda con su pantalón colorado y su camisa de papagayos! Así no tiene gracia que yo me vista de color. A mí no me gusta que meperrateen las pintas”.
A continuación cuenta que cuando conoció a Elvis Presley en el Coliseo Araneta de Filipinas, lamentó no haber sabido inglés para hacerle el coro. Y se divirtió pensando que el único tipo de Cartagena que podría darse el lujo de prestarle su ropa a Presley para un concierto, era él.
Todo el mundo se ríe, todo el mundo celebra. Veintisiete años después de su retiro, Caraballo está vivo en la memoria de su gente, por encima, incluso, de boxeadores que ganaron títulos mundiales. Muchos de quienes siguen saludándolo al pasar no habían nacido todavía cuando él peleaba. “Fue el más grande fenómeno de masas de su generación”, dice Raúl Porto Cabrales. “En Cartagena hay Caraballos médicos y Caraballos ingenieros, pero cuando tú preguntas por Caraballo a secas, no puedes estar hablando sino de él”.
Algunos continúan arrimándose al Palito de Caucho, embelesados por este flautista de Hamelín del trópico. Saben, sin duda, que Caraballo es el único boxeador en la historia de Colombia que no necesitó ganarse una corona para ser campeón.

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